viernes, 31 de julio de 2009

La 1:30 y en espera.
Sentado a media sala con el foco medio prendido; el aliento a concharra y la voz ronca de cocodrilo sediento.
Esperaba sin prisas, aguardando, tanteando el ambiente, midiendo la velocidad del viento tras cuatro ventanas cerradas. El par de aves cagando la mañana, la madrugada espera de cinco palabras: Eres la hija de nadie.
Sonreía sin mostrar los dientes verdosos y enlamados, tarareaba melodías infantiles, la muñeca fea y su repertorio de Gavilondo Soler.
Nada como un respiro, saber que no había pertenencia, ni cuna, ni nombres o apellidos; podía ser hija de nadie, del silencio, del teporocho, de la piruja o del destino. Nada más reconfortante que las páginas se cristalicen para convertirse en alguien que camina y habla, que me protesta hedores, que grita argumentos de otros, historias de otros, rezos de otros. Encomiéndome a Dios, pum! latigazos, pum! patadas, taz! golpes en el rostro, plaz! me desplomo. Rodo hasta sus pies. Llora en silencio, me abraza desde el cuello y susurra: eres hija de nadie: ya no te pertenezco.

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